PREFACIO


Los sueños... volátiles e intangibles aliados del afán del hombre por concebir el sentido de la vida que le lleva... Medio del corazón y del alma para rozar la esencia de aquello que, engendrado en nuestro espíritu, nos llama a dar forma en el plano físico a todo cuanto evocamos y sentimos en el mundo de las ideas. Forma arcaica de todos nuestros deseos, de todos nuestros anhelos, de todos nuestros miedos; luz primordial y rutilante del camino que nos ha sido asignado, inherente a nuestra naturaleza., y que tímida se nos muestra.


La sombra... lóbregos resquicios del alma aún por desvelar; formas vivas y cambiantes que con su hálito vaporoso y exiguo extienden sobre el momento presente la confusa e inescrutable gravedad de la incertidumbre del mañana. Denso entramado de negrura que es el limbo entre la nada y el sueño; y en el que hemos de hundir nuestras ilusiones y esperanzas armadas con la voluntad desafiante de nuestro espíritu, que habrá de abrirles paso en la espesura, con el fin de dar matices corpóreos al ansia infatigable de nuestros corazones, cuyos únicos lazos con la realidad son los líquidos pinceles del pensamiento.



Los escombros de la memoria...
afluencia líquida y misteriosa que se vierte de los sueños que largo tiempo atrás soñamos para retornar sobre nosotros; y que con el empuje ciego y embravecido de una fuerza que durante largos años aletargada, pero latente e inagotable, ha acatado dócil su confinamiento aguardando el momento de renacer, se abre paso sobre las cosas mundanas que la relegaron al olvido, con el estallido voraz de la incontenible esencia del ser humano, para recordarnos lo que en verdad somos, y a lo que en verdad estamos destinados.



miércoles, 1 de junio de 2011

La extraordinaria historia de lo que aconteció a Francisco del Valle Hermoso y Julián Vázquez Hidalgo

CAPÍTULO I




La rivalidad entre Francisco del Valle Hermoso y Julián Vázquez Hidalgo era más que conocida en toda la comarca. El primero había sido siempre un hombre adinerado, proveniente de una familia más que acomodada en las tierras meridionales de la España de la segunda mitad del siglo XIX. El segundo, pobre de nacimiento, pero más listo que un zorro, había conseguido con sus negocios, su trabajo, y en ocasiones, gracias a la ayuda de las cartas, reunir una fortuna más que considerable. Los dos eran ahora hombres de avanzada edad, cercanos a sus últimos días. Cualquiera diría que con los años aprendemos a ser más pacientes, y sabios; y la calma que nuestras propias vidas nos reclaman llevan a las rencillas del pasado a irse atenuando hasta quedar enterradas en el olvido, y ante la incipiente llegada de la muerte, anhelamos perdonar y ser perdonados por nuestros semejantes. Lejos de esto, el odio entre ambos contendientes no había hecho sino ir en aumento con el paso del tiempo, y ni perdón ni olvido serían convenientes para el orgullo de Francisco o Julián, que llevarían hasta la tumba el desprecio hacia su rival. Empujados por la apoteosis de lo incontrolable, y por la estúpida e irracional pasión por ganar sobre el otro la última revancha, la última batalla; movidos por este macabro sentimiento que había durado ya más de sesenta años, hicieron, como desempate final a sus incontables reyertas, la más arriesgada y luctuosa apuesta que hacerse pueda. Aquel que muriese primero dejaría toda su fortuna al último que aún quedase en pie. Ninguno de los dos había tenido descendencia alguna. Francisco, por obra y voluntad de Dios; y Julián, porque su mal humor, y su carácter huraño y avinagrado jamás encontraron mujer capaz de soportarlo después de que su amada, Lucía, acabase en brazos de su eterno rival, muriendo ésta hacía ya algunos meses a causa de la vejez. Así pues nada debían a nadie y, no habiendo descendencia a la que hubieran de sustentar, la apuesta no perjudicaría a ninguna de las partes, solo haría removerse en su propia tumba los huesos de aquel que cayese muerto primero, sabiendo que su rival disfrutaba, aún en vida, de todas las posesiones que tanto tiempo y esfuerzo le costó reunir. La única traza de honor, si es que así puede considerarse, en todo esto era que el vencedor había de ocuparse de los dispendios del entierro del otro, como muestra de buena voluntad y deseo último del muerto. Así pues, habiendo convenido todo, fueron a ver a los albaceas de ambos para poner sobre el papel lo que una acalorada discusión un día que muchos quisieran hoy olvidar había devenido en tan estrambótica apuesta, que no eran en realidad tanto una apuesta como un vano intento de redención. Pero bueno, lo que quiera que fuese habrán de juzgarlo ustedes por sí mismos.

Esta “apuesta” era arriesgada por varios motivos, pero el principal era que acrecentaba en mucho el peligro que se cernía sobre las vidas de ambos, ya que ahora no era el odio la única razón que podía llevarles a desear la muerte del otro, sino que había aparecido el dinero, y dónde dinero hay de por medio, olvídense el honor, la humildad y el buen sosiego, pues la muerte de uno sería ahora motivo de provecho para el otro, y durante casi dos meses ni uno ni otro se atrevieron a cerrar del todo ambos ojos, permaneciendo alerta en todo momento. Por fin, una mañana de enero de 1913, uno de los eternos rivales apareció muerto. Y aquí es donde arranca la mejor parte de la leyenda, y la que las gentes de la comarca han recordado durante años, pero la verdadera historia, el desencadenante de los horripilantes acontecimientos que estaban próximos a suceder, había comenzado mucho antes, y estos son los hechos que realmente hemos de tener en cuenta si queremos poner un poco de sentido común en todo esto.

Si hubiese que poner fecha al nacimiento de la rivalidad entre Francisco del Valle y Julián Vázquez, era sin duda el año 1851, durante la época de la cosecha. Por aquel entonces contaban ambos doce años tan solo. Francisco era hijo único de un señorito conocido como el señor Manuel (sobre el cual no he de revelar más datos) que, siempre ocupado en sus finanzas y demás asuntos, jamás pasó demasiado tiempo en su propio hogar, y había dejado la educación de Francisco a cargo de sus tutores y su madre Micaela, una joven señora que jamás rechazaría un gusto al joven, dejándole crecer a su propio aire pero siempre según los cánones que la gente de dinero y con cierto poder y reputación había de seguir y respetar. Sus tierras se contaban por cientos de hectáreas, por supuesto, y en ellas trabajaba la familia de Julián, que constaba de su padre, Rafael; su madre Julia; sus tres hermanos mayores, que por orden de mayor a menor eran: José, Miguel y Juan Antonio, y su hermano menor, Damián; el cual guardaba con Julián, a decir de todos, un gran parecido físico. Ahora poco se sabía de Damián, pues hacía muchos años que había partido a la ciudad en busca de fortuna. Muchos que decían haberlo visto en los últimos años comentaban que no le había ido muy bien, pero que debido a su orgullo había preferido vivir en la pobreza en la ciudad que volver a buscar cobijo a casa de su hermano y que todos vieran lo que había sido de él.

Pues bien, labrando como se encontraba un día Julián las tierras del señor Manuel, había aparecido Francisco sobre su montura camino a la veda con la intención de cazar. Los hombres y los perros le acompañaban, sin embargo, al pasar por las tierras de labranza y ver a Julián, todo andrajoso y desvalido, trabajando en ellas, le pareció a Francisco que podría llevarse a aquel campesino a la cacería para que le portase las piezas conseguidas, eso en el mejor de los casos, claro está, pues su verdadera intención era mofarse de él y pasar un buen rato. Así pues le ofreció a Julián una Isabelina a cambio de que les acompañara.Julián aceptó encantado, pensando que su padre se sentiría orgulloso de él por haber conseguido una Isabelina extra y ganarse el favor del hijo del señor. Sin embargo no es oro todo lo que reluce, y el día de cacería no fue ni lo que uno u otro habrían esperado.

No podía decirse que Francisco fuera un chico humilde, en el mejor de los casos, ni tan siquiera condescendiente. Pero tampoco podía decirse de Julián que supiese cuando morderse la lengua. Así pues, cuando después de un tiempo precioso Francisco fue capaz de derribar una codorniz en pleno vuelo que cayó sobre un trigal, pensó que sería buena idea que Julián fuese a recoger el premio en lugar de soltar a los perros, como habría sido natural y correcto. Julián aceptó la orden, no obstante, y tardó más de veinte minutos en volver para hacerlo con las manos vacías. Esto pareció no gustar a Francisco, que interiormente se relamía de gusto, por supuesto, y entonces dio la orden: “Soltad a los perros”. Y en menos de dos minutos los perros estuvieron de vuelta portando con orgullo el trofeo entre sus fauces. “¿Has visto eso, campesino? Tendré que decir a mi padre que hasta un perro puede hacer el trabajo mejor que sus asalariados.” Hubo entonces risas por parte de los hombres que acompañaban al joven Francisco, y Julián, ni corto ni perezoso respondió: “Para una codorniz que es todo lo que habéis sido capaz de cazar en toda una mañana, no veo a qué necesitáis pues de mis servicios.” Los rostros de todos se demudaron serios y graves al instante. Ante tal ofensa, imposible de obviar, Francisco respondió apuntando con el arma al jovencito Julián. Cualquiera diría que habría sido capaz de disparar, pues en sus ojos había visto Julián las intenciones. Sin embargo, el consejo de uno de sus hombres le hizo bajar el arma tan pronto como se vio satisfecho pues, aunque ofendido en grado extremo, sintiose orgulloso por haber causado con tan prepotente acto el terror que había visto reflejado en los ojos de Julián al apuntarle al vientre, y subiéndose a su montura desapareció seguido de sus hombres. Cuando Julián llegó a casa y contó lo ocurrido a sus padres, le cayó una buena tunda.